miércoles, 29 de julio de 2009

La peor película de David Lynch

Desde mi punto de vista, tan subjetivo como amateur, la peor película de David Lynch es Dune ‘Dunas’ (1984). Baso mi afirmación en un criterio tan arbitrario como simple: se trata de la única película de su filmografía que no me gusta en ningún sentido. Esto se debe tanto a que la ciencia ficción no es, ni lejanamente, mi género cinematográfico favorito como al hecho de que Dune es la película menos “lyncheana” de su obra; es decir, aquella en la que se ve menos su influencia, su sombría estética y su retorcido –y a veces incluso endemoniado y aparentemente ilógico– estilo narrativo.
Aunque The Elephant Man ‘El hombre elefante’ (1980), The Straight Story ‘Una historia sencilla’ (1999), y, en cierta medida, Wild at Heart ‘Salvaje de corazón’ (1990) son, por decirlo de algún modo, sus películas más ‘convencionales’ en tanto tienen una estructura narrativa mucho más simple que el resto de su obra, en cada una de ellas se nota algo del inconfundible estilo ‘lyncheano’. Así, por ejemplo, la secuencia inicial de The Elephant Man está tan cargada de símbolos oníricos –incluida la infaltable cortina de humo- y de situaciones que se ubican con una exactitud admirable en la finísima frontera que existe entre los dulces sueños y las terribles pesadillas como las mejores secuencias de Eraserhead ‘Cabeza de borrador’ (1977) o de Mulholland Dr. ‘Sueños, misterios y secretos’ (2001).



Eso sin contar que The Elephant Man, en sí misma, es una obra maestra de la cinematografía mundial y es, también, una película de culto (se dice, por ejemplo, que el álbum Ava adore de Smashing Pumpkins (1988) está perfectamente sincronizado con la película).

En Wild at Heart la escena del accidente automovilístico –por lo demás completamente innecesaria en el desarrollo dramático de la historia– es tan bizarramente conmovedora –tan devastadoramente triste– como aquella de Lost Highway ‘Por el lado oscuro del camino’ (1997) en que una hermosísima y cruel Alice (Patricia Arquette) le dice a un Pete (Balthazar Getty) a punto de reconvertirse en Fred (Bill Pullman) “You'll never have me”. Dice Juan, y tiene toda la razón, que Wild at Heart es una película anaranjada. Toda, excepto la escena referida.



Algunas secuencias de The Straight Story en las que el escenario se convierte en protagonista por encima de los actores y sus diálogos se asemejan a la belleza no-dialógica, sino puramente escenográfica, alcanzada en Blue Velvet ‘Terciopelo azul’ (1984), por ejemplo en aquella magistral escena inicial en la que los rosales, los niños cruzando la calle, el saludo del bombero y el anciano –a punto de sufrir un ataque al corazón sin saberlo– que despreocupadamente riega las flores de su jardín, no son sino parte del escenario que va recorriendo nuestra hipnotizada vista por una orden imposible de desacatar del movimiento de la cámara, todo ello mientras Bobby Vinton nos canta, justamente, Blue Velvet.



En este tipo de escenas, como en ningunas otras, se nota que Lynch es tan director de cine como artista plástico.

Es justo decir que en muchos de esos momentos en que el cine verdaderamente alcanza el estatus de arte, la cámara de Lynch se apoya en la sabiduría musical de Angelo Badalamenti, quien, por cierto, no figura entre los colaboradores de Dune.



A diferencia de todas las demás películas mencionadas, Dune está tan lejos del universo ‘lyncheano’ que ni siquiera la presencia del más fiel colaborador de Lynch, el actor Jack (John) Nance (quien participó en prácticamente todas las películas de Lynch hasta su muerte ocurrida a finales de 1996) la acerca un poco al universo ‘lyncheano’. Tan alejada está Dune de la obra de Lynch que él mismo la considera el único gran error en su carrera y se ha negado en varias ocasiones a participar en la elaboración de una edición especial de la película en DVD (esta información se puede corroborar en el portal IMDB). Definitivamente, no le recomiendo a nadie ver Dune, ni siquiera porque en ella actúa el gran camaleón David Bowie o porque el maguito se enoje…

viernes, 17 de julio de 2009

Nombres, apodos y títulos de blogs

Justificar el nombre que uno lleva a cuestas no tiene el menor sentido en el tipo de cultura en el que estamos inmersos. Como dice Butch cuando Esmarelda Villalobos le pregunta por el sentido de su nombre: "our names don't mean shit". Incluso en los casos en que hay un aparente paralelismo entre nuestro nombre y nuestra personalidad, debemos aceptar que se trata de un producto del azar porque, en última instancia, nadie elige cómo llamarse y cuando nuestros padres nos registran no tenemos una personalidad definida que ayude en la elección del nombre.

Por supuesto que si uno tiene un desacuerdo grave con su nombre, puede ir en cualquier momento al registro civil y solicitar un nombre nuevo, con el riesgo de salir con uno peor que el original, como le ocurrió al Herculano del genial Chava Flores.







A veces, incluso, ni siquiera es necesario ir al registro civil; basta con decirle a nuestras amistades: "dime Aurea (en vez de Ausencia)" o Clemente en vez de Benito. Una técnica similiar consiste en pedir que se refieran a uno por su hipocorístico en vez de por su nombre. Mi hermano me contó que cuando estudiaba el bachillerato una profesora se empeñaba en que todos los alumnos le dijeran su nombre el primer día de clases. Un alumno se negaba y decía "dígame Beto, profe". Al final tuvo que confesar que su nombre completo era Etedelberto. La profesora, por cierto, se llamaba Etedelmira. También similar es el caso en que uno tiene dos nombres y opta por esconder, hasta donde sea posible, uno de ellos. Claro que nunca falta quien a Eduardo Patricio se refiera como Patrick Miller (o Pato o simplemente Patricio) o a María Ifigenia se refiera como Ifi (o, peor todavía, como Gena).



La mala leche, en ocasiones, lleva a algunas personas a cambiarle el nombre a los demás. Un vecino mío es especialista en cambiar el nombre de todos sus nietos. A Eduardo le dice Porfirio y a Israel le dice Chilo (hipocorístico de Cecilio, hasta donde tengo entendido). Y lo hace de puro capricho porque goza de una memoria envidiable, a diferencia de lo que ocurre con los profesores que tienen grupos de cincuenta alumnos y que tienen por norma llamar Alejandra a todas sus alumnas cuyo nombre comience con A. También es de puro capricho los cambios de un nombre por otro fonéticamente similar: Paula por Paola, Natalia por Nadia, Eulogia por Ligia, Camaleón por Gamaliel, etc.

Distinto es el caso de las personas que por una imposibilidad prosódica no pueden pronunciar nombres de más de tres sílabas. Tal es el caso del "Chino", un vecino veracruzano, que a su esposa Benedicta se refiere siempre como Benita.


Con los apodos la situación es bastante distinta. Normalmente, tampoco somos responsables directos del apodo que llevamos a cuestas, pero a diferencia de lo que ocurre con los nombres, a lo largo de nuestras vidas podemos cambiar muchas veces de apodo, en función, básicamente, del ingenio -y a veces de la mala leche- de las personas con las que interactuamos cotidiamente. Se supone que los buenos apodos deben hacer referencia a i) alguna peculiaridad física (Naristóteles, Chorejas, Panzacola), ii) rasgos de la personalidad y/o el comportamiento (Ñoñigo, Violenta, Pirujina), iii) la semejanza física con alguien más celebre que el apodado (Kalusha, Zamorita y Pelé son un lugar común para personas de piel más oscura que el promedio; basta tener un poco rasgados los ojos para ser Koji, Takeshi o Tomiko), o iv) ciertos hábitos de consumo de alimentos y bebidas (La donas de cuatro, El Güero Queso Chilchota, Garrafa). Por esta razón, los apodos suelen tener una motivación de la cual los nombres carecen por completo. Con todo, hay apodos sin motivación aparente (Cutín, Chicuás, Cancholas). Debe notarse que en los casos (i) y (ii) -y en mucha menor proporción en (iv)- a menudo el apodo es, desde el punto de vista morfológico, un blend.


A pesar de las evidentes diferencias entre los nombres y los apodos, es claro que en ninguno de estos casos la persona designada es responsable de la eleccción del término designador. Puedes estar contento o en descuerdo con tu nombre y con tu apodo, pero está fuera de tu alcance el modo en que los demás se referirán a ti.

En este sentido, el título de un blog (como el de una ponencia, un artículo o un libro) es algo completamente diferente. A la hora de elegirlo no puedes dejar de pensar en el efecto que tendrá sobre el ánimo de los potenciales lectores y -todavía más grave- en el ánimo y los propósitos de ti mismo en tanto blogero.
Títulos como Club Guarro!!!, Kristos en la red, Arjonismos y Gordita del Slam son una advertencia del tipo de contenido y el tono de los escritos que encontrarás. Son sintomáticos de una personalidad demasiado pagada de sí misma los que llevan o sugieren el nombre del autor: Isadorismo sumo, es mi nombre Berenice, etc. Están también los que rayan entre la ternura y la cursilería Orquídea susurrante, Pónganse sus botitas (aunque admito que se corre el riesgo de ser prejuicioso en demasía y que a veces vale la pena asomarse a ciertos blogs a pesar de sus títulos). ¡Qué demonios!, seguramente a pesar de todo el tiempo que pasé pensando en el título de este blog, habrá a quien le parezca completamente irrelevante, pretencioso o aburrido.
En todo caso, sólo quisiera agregar que mi pretensión es que las temáticas principales de los escritos giren en torno a tres grandes temas: literatura, cine y lenguas humanas y quise que, de algún modo, eso se reflejara en el título de blog.

Por cierto, ¿alguien sabe si hay algún requisito especial para subir la foto del perfil? De antemano, agradezco cualquier orientación o ayuda.